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Relato erótico: Cuando la matiné me hizo suya

Querido Penthouse:

 

Mando este relato de manera anónima, y no por una cuestión de vergüenza, sino más bien, para hacer de la narración algo más erótico, más sensual, porque ante la posibilidad de ser cualquier mujer, soy todas y soy sólo una.

 

Puedo ser la esposa del lector que ahora tiene esta revista en sus manos, la compañera de trabajo, la amiga, la profesora de universidad, la mesera de tu café preferido, la vecina. Tengo mil cuerpos y mil cabezas, y sin embargo, soy una simple mujer con ganas de contarle al mundo lo que hace los domingos por la tarde.

 

Soy soltera por gusto.

 

No tengo ganas de pertenecerle a nadie. Me gusta sentirme deseada y libre. Sí, he tenido relaciones estables y duraderas. He amado intensamente a hombres y a mujeres. Me he dejado llevar por las tranquilas y dulces aguas de lo estable.

 

Sin embargo, hace un par de años, aún estando en pareja con un hombre que me llenaba en todos los sentidos, viví una experiencia que me llevó a decidirme por la soltería más estricta.

 

Recuerdo que fue un domingo cuando comencé a sentir lo que yo llamo ansiedad genital.

 

Una especie de nerviosismo comenzaba a invadirme y la sensación se concentraba exactamente entre mis piernas. Tal vez alguna mujer que me lea se sienta identificada con esta fuerte sensación que puede calmarse solamente masturbándose.

 

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El calor en los labios y la necesidad de ser penetrada son tan intensos que no puedes pensar en nada, no puedes mantenerte quieta y en ocasiones especialmente fuertes, las piernas tiemblan.

 

Pensé en llamar a R. (el nombre de mi pareja en ese momento también será una incógnita) y decirle que intentará llegar a la casa lo más pronto posible, inventándome cualquier pretexto para tenerlo ahí, pero sabía que comenzaría a decirme que no podía salir de golpe y que tenía mil asuntos que atender.

 

Sé que su accionar no es pretexto para lo que hice después pero algo animal, bestial, se apoderó de mí.

 

Guardé nuevamente el celular y respiré profundamente, tratando de calmarme en vano.

 

El estómago me daba saltos y comencé a sudar frío. Mientras miraba a mi alrededor, como enmarcado por un destello de luz divina, un cine apareció ante mis ojos.  De inmediato todo cobró sentido y supe exactamente lo que tenía que hacer. Nunca me sentí más lúcida y decidida.

 

El lugar proyectaba películas XXX y la calle estaba sola.

 

Todo parecía ser una señal. Me acerqué decidida a la taquilla para comprar una entrada. El hombre de la boletería ni siquiera volteó su mirada hacia mí. Tomé de entre sus dedos el boleto e ingresé a un antiguo cine de esta ciudad.

 

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Mi respiración comenzó a agitarse y me sentía como una niña a punto de hacer una travesura. Sentía miedo y emoción, y me di cuenta que mi ropa interior estaba húmeda. Estaba lista.

 

La enorme sala estaba casi vacía. Las escenas de sexo alumbraban apenas a unos tres hombres.

 

Por un momento pensé en salir corriendo y en regresar a casa avergonzada, pero lo que escurría ya entre mis piernas era más fuerte que yo y que cualquier moral o culpa.

 

Me adentré a ese mundo en el cual nunca había estado y busqué un asiento libre, alejado de los demás espectadores.

 

Me senté sobre un viejo asiento que me recibió como un amante experimentado y listo para mí. Coloqué mis bolsa y abrigo en el asiento de al lado y cerré los ojos decidida a hacer lo que había venido a hacer.

 

Abrí de nuevo los ojos y enfoqué toda mi atención a la rubia de senos grandes que estaba siendo penetrada por un tipo de barba y tatuajes. Me desabroché la blusa y me saqué los dos senos, calientes y pesados, con los pezones erectos y listos para lo que fuese. Me desabroché el pantalón y bajé el cierre. Introduje mi mano izquierda e inmediatamente sentí la humedad entre mis dedos.

 

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Con la mano derecha comencé a apretar uno de los pezones ligeramente.

 

Mientras me metía los dedos, y me acariciaba los senos, abría la boca sin dejar salir ningún sonido. Mi respiración cada vez más rápida y superficial. Dejé caer mi cabeza sobre el respaldo del asiento y cerré los ojos.

 

—¿Necesitas ayuda? — me dijo una voz profunda y desconocida.

 

No me sobresalté, era como si lo estuviera esperando. Abrí los ojos y lo vi. No recuerdo su rostro ni sé quién era. Podrías haber sido tú, el que lee esto, o el vendedor de teléfonos celulares, o el empleado de la librería.

 

Me mordí el labio inferior y sonreí mientras le contestaba que sí.

 

Lo vi caminar hasta llegar al asiento vacío junto a mí.

 

Así comenzó mi soltería tan amada y mis rituales dominicales.

Escribo y lo que surja.